Todo estaba preparado: el escenario con todos los instrumentos colocados en su sitio y bien afinados, los músicos también bien colocados. El público llenaba el recinto y esperaba expectante. La noche era espléndida, como un seno maduro. Llegó la hora y el público aclamó a los artistas, que surgieron de pronto con sus pantalones ajustados y sus melenas permanentes. El cantante agarró el micrófono y jaleó a los asistentes. Después contó hasta tres y el guitarra tocó los primeros acordes… Un murmullo general creció desde el gentío. No sonaba nada. Los artistas no parecieron darse cuenta y siguieron tocando; el batería agitaba sus brazos y aporreaba frenético con sus baquetas, el bajo parecía poseído por un espíritu maligno. El cantante corría de acá para allá con el micrófono en la mano recitando sus versos. Pero nadie podía escucharlos, el sonido no llegaba ni a los que estaban en las primeras filas. Después de los primeros momentos de estupor los asistentes comenzaron a gritar improperios mientras unos pocos, los más furibundos, tiraban algunas botellas sobre el escenario. Los músicos iniciaron la segunda canción sin reparar en nada y en la tercera algunos asistentes decepcionados empezaron a marcharse rompiendo las butacas y las puertas. Unos pocos intentaron llegar hasta el escenario pero fornidos guardias de seguridad se lo impidieron. Mediado el silencioso concierto quedaban pocos adeptos en el recinto, la mayoría demasiado borrachos para darse cuenta de lo que en realidad pasaba. El local parecía un campo de batalla. Cuando, poco antes de la última canción, el recinto quedó vacío, los músicos se miraron satisfechos, enchufaron con calma sus instrumentos a los enormes altavoces y, tras el agudo silbido de una nota distorsionada que rebotó en las paredes silenciosas, se dispusieron a tocar los primeros compases de los siempre anhelados bises.