Bueno, pues tampoco hace tanta calor. Anoche me encontré la rata de la rotonda muerta de un golpe (no sé si era de un golpe de calor o de un desaprensivo, lo cierto es que estaba muerta junto a un destartalado abanico que recreaba una escena de la película Ratatouille).
El verano está siendo tan duro que este año ni mosquitos tenemos. Todos los años encontramos cientos al subirnos en el ascensor, los ves dar vueltas y vueltas durante toda la subida y cuando el ascensor para y abres la puerta en el octavo piso salen todos en tromba (ni siquiera te ceden el paso) y se colocan sobre el quicio de la puerta de entrada a casa mirándote con ojos ensangrentados. Da miedo. Notas cómo se excitan cuando haces sonar las llaves y arrecia el zumbido de sus alas cuando la introduces en la cerradura (la elipsis da pie a una lectura malintencionada, pero no hagamos chistes fáciles). A veces, para engañarlos, llamo a la puerta de la vecina y espero a que abra para entrar corriendo en mi casa, así por lo menos elimino la mitad. Pero la vecina se ha dado cuenta y ya no me abre nunca, ni siquiera cuando me salió ardiendo la cocina, ni cuando me quedé en calzoncillos porque se me cerró la puerta en las narices, ni cuando le robo el felpudo (aquí no hay metáfora ninguna, por supuesto).
El caso es que este año no tenemos mosquitos, pero sigo sin poder dormir porque en la caja de la persiana de mi habitación le ha dado por anidar a una pareja de vencejos (debe de ser una pareja con familia numerosa, o que discute mucho, tal es el escándalo que arman). Llevan tres años veraneando desde junio a septiembre en mi ventana, a pesar de que yo veo muchos apartamentos para vencejos libres en mi barrio, y con mejores vistas. Hay que saber que para los vencejos, como para nosotros, el desayuno es la comida más importante del día, por eso desde las siete menos cuarto de la mañana todos se ponen en marcha y me destrozan los tímpanos con sus gritos y su corretear por la caja de la persiana, que si mamá prepárame el desayuno, que si voy a llegar tarde al trabajo, que dónde está nuestra anilla de cazados. Así hasta las once. Después quedan los pequeñines, solos y sin niñera. Durante toda la siesta hacen un ruido aflautado como cuando uno sorbe de forma continuada caracoles, pero en re sostenido y con el volumen al máximo. Al caer la noche llegan los padres y lo mismo con la cena.
Ustedes dirán, pues por qué no los desaloja... Ni los asustaviejas. He pasado tardes enteras, desde las ocho hasta las once, asomado a la ventana y haciendo aspavientos para que no entraran y solo he conseguido varios picotazos cerca del ojo izquierdo y que tres veces llegaran los bomberos porque alguien pensó que estaba pidiendo socorro. La última solución que he encontrado es meter periódicos enteros en el hueco por donde entran, pero claro, ahora no puedo bajar la persiana, y a las siete menos cuarto empieza a entrar un solazo dentro de mi habitación que casi prefiero a los vencejos. Un desastre.
Por otro lado a la noche aún le quedan algunas estrellas y el bixo tiene la linda costumbre de columpiarse solo en las fugaces, para que yo lo mire cada vez que pido un deseo.
Dios mío, qué sueño.